Hacía tiempo que el presidente del Gobierno de la nación había
alcanzado su nivel de incompetencia. Su designación como candidato por el
anterior presidente, fue la culminación de un proceso animado por el interés de
éste en encumbrar a un hombre de paja, con fecha de caducidad no muy lejana,
que le dejaría el camino expedito para su vuelta en loor de multitudes como
campeón del mesianismo, una vez purgada la pena de ausencia a que le había
arrastrado su lengua desatada en un día aciago, cuando todavía olía mucho a
muerto en las comunidades islámicas que reconstruían las empresas de sus amigos
del Norte.
El presidente de paja no tenía experiencia alguna en gestión
de riesgos, en planificación operativa, en emprendimiento o en abordaje de
crisis, aunque sí en la lucha policial contra el mal, un concepto laxo, amplio
que abarcaba también a los movimientos de indignación contra los recortes en
materia de asistencia social. Hijo de una familia burguesa acomodada, su
orientación profesional le venía más que por madurez vocacional, por herencia.
En su familia no se concebía un buen trabajo que no pasara por la estabilidad
que proporcionaban unas oposiciones restringidas. Estudiante mediocre en
materias que requerían del pensamiento divergente, de la creatividad, alcanzó
el culmen de su rendimiento en el abordaje de temarios que comportaban el
sepultarse horas y horas bajo la luz del flexo para almacenar datos en los
compartimentos estancos de su cerebro sobre mecanismos registrales, actos jurídicos
documentados, propiedad horizontal y tantas otras cuestiones de procedimiento
administrativo, cuya importancia resaltaba por encima de la toma de decisiones
sobre asuntos para él aventureros.
Con la seguridad que daba el ingreso en un gremio muy prestigiado
por la herencia del derecho romano y la sobre dimensión de la burocracia, el
oscuro vendedor de humo, digno alumno de un prócer e insigne padre
constitucional alimentado por un régimen dictatorial, dedicó la mayor parte de
su energía a la promoción interna dentro de su partido, donde las luchas
intestinas ponían a prueba su capacidad de resistencia al stress. Durante años
perfeccionó la poderosa arma del silencio como mecanismo desarticulador de las
conspiraciones y se convirtió en
un maestro en el manejo automático de una serie suficiente de frases y
conceptos defensivos y argumentativos desde la posesión de la información
privilegiada y confidencial, en un ejercicio de abuso de posición dominante que
aumentaba día a día la distancia entre el poder y el administrado, y esperó la
oportunidad de poder ejercer, con toda la potencia, esa autoridad que le daba
la categoría funcionarial actuando como un formidable aparato que todo lo sabe
y que se adueña del destino hasta del último sujeto de las clases menos
influyentes.
Se aseguró la complicidad ideológica del poder judicial y se
ocupó de ser impermeable frente a la información desfavorable para su imagen.
Administró con cuentagotas sus comparecencias, algunas de ellas en la forma de
una pantalla de plasma parlante, y le dio cada vez más peso a sus silencios
para ningunear a la oposición, a las movilizaciones callejeras e incluso a las
voces críticas dentro de su propio Partido.
Se desdijo, se contradijo, abrió brecha entre sus
declaraciones de intenciones y sus actos, defendió la honorabilidad de los
corruptos para luego desmarcarse de ellos, y todo desde la autocomplacencia y
la tranquilidad de conciencia. Se arrogó la función sagrada de sacar al país de
los balances macroeconómicos negativos aun a costa de provocar la depresión, la
enfermedad, la miseria y la muerte de millares de compatriotas. En el apogeo de
su liderazgo interno, se hizo invisible para los medios de comunicación y para
los ciudadanos de su país. En las sesiones parlamentarias de control al
Gobierno sus respuestas y explicaciones a cuestiones de Estado no ocupaban más
allá de un minuto. Descalificó a cuantos se expresaban públicamente contra sus
políticas y sus silencios, poniendo especial acento en distinguir a los
patriotas, los que nunca salían a la calle para “desprestigiar” al país. Porque
su afán mayor se concentró en el apoyo a las grandes corporaciones y a la
banca, a los que dio trato de favor fiscal con impuestos del uno por ciento,
como también a los defraudadores, que fueron invitados a blanquear su dinero
pagando tres veces menos impuestos que el asalariado medio por sus rentas
legales.
Bajo su mandato supuestamente democrático renovó los cuadros
directivos de la Radio y la Televisión públicas, con el despido de las voces críticas,
y reemplazó a jueces progresistas por otros conservadores hasta asegurarse las
mayorías amigas en audiencias y fiscalías que observaran la actuación de los
jueces paralizando la imputación de los cargos corruptos de su Partido o contra
miembros de la monarquía implicados en graves delitos.
El presidente prorrogó el estatus de la nación como esbirra
de los intereses de la potencia norteamericana y desoyendo las directivas de
las autoridades de la Unión se plegó a los intereses no sólo geoestratégicos
del Imperio sino también a los de sus grandes corporaciones en el campo de la
biotecnología, la industria farmacéutica y la armamentística consolidando al
territorio de su propia nación como un campo de negocios y de experimentación a
costa de la salud de la población.
Esta es la fotografía de un país con una cultura milenaria
en el seno de la supuesta cuna de la defensa de las libertades y de los
derechos humanos, y muy lejos en apariencia de otras sociedades en otros
continentes donde es más que evidente que no existen garantías para los
ciudadanos. Pero hace tiempo que el Presidente ha alcanzado su nivel de
incompetencia y con sus silencios cómplices, con su inacción, con su condición
de impermeabilidad, condena a gran parte de los ciudadanos de su democracia
impostada a la involución, a la resignación, a la instalación en pensamientos y
conductas erróneas, al refugio en el inmovilismo, al miedo a ser libres.
La Historia de este país ha estado marcada por el liderazgo
de personajes absolutistas, acomplejados pusilánimes con tan poco valor en las
distancias cortas como crueldad desde sus parapetos y, últimamente, por el
ejercicio burocrático desde la negligencia sorda y el mesianismo de personajes
oscuros sin alegría de vivir, sin creatividad que priman a los arqueadores de
caja, a los secretarios, a los especuladores que tienen los cromos y las
postalillas mientras ponen trampas y paralizan a los que osan moverse en pos de
una buena idea que no pase por salir de los oscuros ministerios donde un
ejército de funcionarios al servicio de la mediocridad impuesta aplastan y
tamizan las expresiones diferenciales y las iniciativas.