¡Cómo me desespera este periodismo
intestinal!
Los efectos de la guerra fría, de la
lucha por el poder, por el control de los recursos, de la geografía estratégica
son devastadores para la población civil y su final está fuera de nuestro
horizonte. El enfrentamiento de modelos,
el empecinamientos de los imperialismos en sucederse a si mismos con
continuidad ha parido bestias en Afganistán, Pakistán, Yemen, Irak , Siria,
Somalia, Túnez, Libia o Egipto, como antes en Corea, Vietnam, Camboya, Chile,
Guatemala...
Los EE.UU. de Norteamérica siguen
avivando la llama de la secesión allí donde pueden colisionar el derecho a la
libre determinación con el interés de la Federación rusa en no desgajarse y perder el control de las grande fuentes de
distribución de recursos.
El control del coltan, de las minas
diamantíferas, de los pozos de agua potable y del petróleo han minado el
territorio africano y sólo el agotamiento de la sangre consigue desviar el foco
de utilización de armas fabricadas en el primer mundo de un territorio a otro,
quién sabe por cuánto tiempo. Porque, si por algo se caracterizan los
“conflictos armados” desde hace cien años, cada día con mayor nitidez, es por
la inmensa proporción de civiles inocentes que son masacrados en un genocidio
sin fronteras.
La comunidad internacional mira hacia
otro lado cuando las armas vomitan, engordan la cuenta de resultados de la
industria y modulan la explosión demográfica. Después del banquete de los
buitres, llega la acción de las ONGs para paliar los efectos de tanta barbarie.
Pues al parecer han de ser los agentes sociales y la solidaridad de los particulares los
responsables de atender el holocausto en lugar de los Gobiernos, enrocados en
posiciones de corrección política o alineados con el Imperio para no perder el
rebufo de su dictadura en materia financiera.
Hay pueblos al borde del colapso,
confinados en campos de concentración donde, ante la inacción de un Consejo de
Seguridad de la ONU trucado, entran a degüello hermanos de sangre alentados por
un odio que invoca razones mesiánicas mientras esconde los más bajos instintos
de supremacía a costa de la desaparición de otros: palestinos, suníes, chiíes,
kurdos y quien sabe si algún día los saharauis que estorban el anhelo
expansionista de Marruecos.
Ese odio entre hermanos, ese vivir
canallesco por razones esgrimidas de religión y modelo de civilización ha sido
alimentado por una intervención occidental primigenia cargada de intención; la
misma que nos deparó la alineación de
Aznar, trascendido de Valladolid a la gloria universal, con la administración
republicana de los Estados Unidos, contra natura y contra el ADN de los
españoles. De la sangría calculada de soldados latinos y negros, en labores de represalia por un atentado bajo
secreto clasificado, salió reforzado un estabishment con la mayor autorización
moral para cambiar libertad por seguridad. Pero aquello que es útil para los
Estados Unidos por lo que tiene de referente patriótico, de elemento
aglutinador, no es sino una amenaza constante para Hispania, ese lugar invadido
por unos “muslims” que no han tenido el decoro de pedir disculpas por ello ¿? Tampoco
lo han hecho los romanos, los suevos, los visigodos. ¿Qué sería de nuestro
devenir como conjunto de pueblos sin la afluencia de invasores, sin su legado
material e inmaterial?
Europa occidental es, con su burocracia y
su inmovilismo, el aliado perfecto para que progresen las ansias de
concentración del territorio por parte de sátrapas amigos por encima de los
lícitos derechos a la autodeterminación de los pueblos. Además, su piel,
nuestra piel, se ha endurecido. Es como si las víctimas pertenecieran a un
mundo virtual: los universitarios asesinados en Kenia podrían ser nuestros
hijos. En el Congo, en Ruanda, en Sierra Leona los muertos se cuentan por millones
en estas dos décadas, algunos pueblos están al borde de ser borrados del
inventario de razas y mientras tanto aquí todo el periodismo pendiente del
debate interno en el seno del PP y del PSOE; en saber si algún verso suelto se
atreverá a cuestionar a Rajoy o si los besos entre Pedro Sánchez y Susana Díaz
son gélidos.
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